Mis primeras semanas de vida fueron particularmente aburridas, pero muy despojadas de las presiones a las que me vería expuesto al abandonar el placentero hábitat de la incubadora. Había descubierto que llorando atraía la atención de cierta obesa nurse, de cara redonda y mofletes abultados, que acudía puntualmente ante el menor de mis berridos para introducirme una tibia mamadera en la boca. Mucho tiempo después, leí que por la misma época un perro de laboratorio ejercía una influencia semejante sobre un científico ruso.
Cada tanto, mamá me dirigía una extensa sonrisa a través de sus ojos tristes y del cristal de la sala de prematuros. Tenía